( Filosofía ......................................................... o Algo Así )

Filosofía, para mi, solo es un formato estructural más, uno como cualquier otro, como los tantos que vos tenés, quizás sin saberlo. Para mi, es solo una estructura que ayuda a tanta desestructura que me abunda.
Es como un "recuerdo", tal vez olvidable...¿quién sabe?. No entiendo y entiendo por qué tanto terror, tanta fobia, tanto espanto y finalmente Miedo ante éstos formatos (Sistema Filosofía) que no son muy diferentes de "otros" -por ejemplo: "Lo estético y su goce".
En fin... sigamos en la utopía de la "libertad", sigamos niños y tal vez ciegos.

Por suerte, y soy privilegiada,
gozo de todas las manifestaciones de lo humano.







6.10.08

Voltaire - Cándido o el optimismo - cap. XXI al XXX

Capítulo XXI
De la plática que sostuvieron Cándido y Martín al acercarse a las costas de Francia


Se avistaron al fin las costas de Francia.

-¿Ha estado usted en Francia, señor Martín? -dijo Cándido.

-Sí, señor -respondió Martín- y he recorrido muchas provincias: en unas la mitad de los habitantes son locos, en otras, demasiado astutos; en éstas, bastante buenazos y bastante tontos; en aquéllas se dan de inteligentes. En todas la ocupación principal es el amor, murmurar la segunda, decir majaderías la tercera.

-¿Y conoce usted París, señor Martín?

-Conozco París; allí hay de todas clases, es un caos, un gentío donde todos anhelan placeres y casi nadie los halla, a lo menos según me ha parecido. Estuve poco tiempo; al llegar me robaron cuanto traía unos rateros en la feria de San Germán; luego me tomaron a mí por ladrón y me tuvieron ocho días en la cárcel, y al salir libre entré como corrector en una imprenta para ganar con qué volverme a pie a Holanda. He conocido la gentuza escritora, la gentuza enredadora y la gentuza religiosa. Dicen que hay algunas personas muy cultas en esa ciudad: quiero creerlo.

-Por mí no tengo ninguna curiosidad por ver Francia -dijo Cándido-; bien puede usted considerar que quien ha vivido un mes en El Dorado no se preocupa de ver nada en este mundo, como no sea la señorita Cunegunda. Voy a esperarla a Venecia y atravesaremos Francia para ir a Italia. ¿Me acompañará usted?

-Con mil amores -respondió Martín-; dicen que Venecia sólo es buena para los nobles venecianos, pero que agasajan mucho a los extranjeros que llevan dinero; yo no lo tengo, pero usted sí, y lo seguiré adondequiera que fuere.

-Hablando de otra cosa -dijo Cándido- ¿cree usted que la tierra haya sido antiguamente mar, como lo afirma ese libraco que pertenece al capitán del buque?

-No, por cierto -replicó Martín- ni tampoco los demás adefesios que nos quieren hacer tragar de un tiempo a esta parte.

-Pues ¿para qué piensa usted que fue creado el mundo? -continuó Cándido.

-Para hacernos rabiar -respondió Martín.

-¿No se asombra usted -siguió Cándido- del amor de dos muchachas del país de los orejones por los dos monos cuya aventura le conté?

-Muy lejos de eso -repuso Martín-; no veo que tenga nada de extraño esa pasión, y he visto tantas cosas extraordinarias, que nada me parece extraordinario.

-¿Cree usted -le dijo Cándido- que en todo tiempo se hayan degollado los hombres como hacen hoy, y que siempre hayan sido embusteros, aleves, pérfidos, ingratos, bribones, flacos, volubles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, codiciosos, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, disolutos, fanáticos, hipócritas y necios?

-¿Cree usted -replicó Martín- que los milanos6 se hayan siempre engullido las palomas cuando han podido dar con ellas?

-Sin duda -dijo Cándido.

-Pues bien -continuó Martín- si los milanos siempre han tenido las mismas inclinaciones, ¿por qué quiere usted que las de los hombres hayan variado?

-¡Oh -dijo Cándido- eso es muy diferente, porque el libre albedrío!...

Así discurrían cuando arribaron a Burdeos.


Capítulo XXII
De lo que sucedió en Francia a Cándido y a Martín


No se detuvo Cándido en Burdeos más tiempo que el que le fue necesario para vender algunos pedruscos de El Dorado y comprar una buena silla de posta de dos asientos, porque no podía ya vivir sin su filósofo Martín. Lo único que sintió fue tenerse que separar de la Academia de Ciencias de Burdeos, la cual propuso por asunto del premio de aquel año determinar por qué la lana de aquel carnero era encarnada, y se le adjudicó a un sabio del Norte, que demostró por A más B, menos C dividido por Z, que era forzoso que aquel carnero fuera encarnado y que se muriera de la morriña.

Cuantos caminantes encontraba Cándido en los mesones le decían: "Vamos a París". Este general prurito le inspiró al fin deseos de ver esta capital, con lo cual no se desviaba mucho de Venecia. Entró por el arrabal de San Marcelo, y creyó que estaba en la más sucia aldea de Westfalia. Apenas llegó a la posada, le acometió una ligera enfermedad originada por sus fatigas; y como llevaba al dedo un enorme diamante, y habían advertido en su coche una caja muy pesada, al punto se le acercaron dos doctores médicos que no había mandado llamar, varios íntimos amigos que no se apartaban de él, y dos devotas que le hacían caldos. Decía Martín:

-Bien me acuerdo de haber estado yo malo en París, cuando mi primer viaje; pero era muy pobre: por eso no tuve amigos, ni devotas, ni médicos, y sané muy pronto.

A fuerza de sangrías, recetas y médicos, se agravó la enfermedad de Cándido. Un cura del barrio le ofreció, con mucha dulzura, una entrada para el otro mundo pagadera al portador. Cándido no la quiso. Las devotas le aseguraron que era una moda nueva. Cándido respondió que él no era hombre a la moda. Martín quiso tirar al cura por la ventana. El cura juró que no se enterraría a Cándido. Martín juró que enterraría al cura si éste continuaba importunándolos. La pelea subió de tono: Martín tomó al cura por los hombros y lo echó groseramente; por esto, que causó gran escándalo, se hizo un proceso verbal. Al fin sanó Cándido, y mientras estaba convaleciente, lo visitaron muchos sujetos de fino trato, que cenaban con él. Había juego fuerte y Cándido se asombraba de que nunca le venían buenos naipes; pero Martín no se asombraba.

Entre los que más concurrían a su casa había un abate que era de aquellos hombres diligentes, siempre listos para todo cuanto les mandan, serviciales, entremetidos, halagadores, descarados, buenos para todo, que atisbaban a los forasteros, les cuentan los sucesos más escandalosos de la ciudad y les ofrecen placeres a cualquier precio. Lo primero que hizo fue llevar a la Comedia a Martín y a Cándido. Representaban una tragedia nueva, y Cándido se encontró al lado de unos cuantos hipercríticos, lo cual no le impidió llorar al ver algunas escenas representadas a la perfección. Uno de los hipercríticos que junto a él estaban, le dijo en un entreacto:

-Hace usted muy mal en llorar; esa actriz es malísima, y el que representa con ella es peor actor todavía y peor la tragedia que los actores; el autor no sabe palabra de árabe, y, sin embargo, la escena ocurre en Arabia; sin contar con que es hombre que no cree en las ideas innatas; mañana le traeré a usted veinte folletos contra él.

-Caballero, ¿cuántas composiciones dramáticas tienen ustedes en Francia? -dijo Cándido al abate; y éste respondió:

-Cinco o seis mil.

-Mucho es -dijo Cándido-; ¿y cuántas buenas hay?

-Quince o dieciséis -replicó el otro.

-Mucho es -dijo Martín.

Salió Cándido muy satisfecho con una cómica que hacía el papel de la reina Isabel de Inglaterra en una tragedia muy insulsa que algunas veces se representa.

-Mucho me gusta esta actriz -le dijo a Martín- porque se parece a la señorita Cunegunda; quisiera saludarla.

El abate le ofreció presentársela. Cándido, educado en Alemania, preguntó qué ceremonias se estilaban en Francia para tratar con las reinas de Inglaterra.

-Hay que distinguir -dijo el abate-: en las provincias las llevan a comer a los mesones, en París las respetan cuando son bonitas y las tiran al muladar después de muertas.

-¿Al muladar las reinas? -dijo Cándido.

-Verdad es -dijo Martín-; razón tiene el señor abate: en París estaba yo cuando la señora Mónica pasó, como dicen, a mejor vida, y le negaron lo que esta gente llama los honores de la sepultura , lo cual significa podrirse con toda la pobretería de la parroquia en un hediondo cementerio, y la enterraron sola en una esquina de la calle de Borgoña, lo cual le causó, sin duda, muchísima pesadumbre, porque era de natural muy noble.

-Acción de mala crianza fue, en efecto -dijo Cándido.

-¿Qué quiere usted -dijo Martín- si estas gentes son así? Imagínese usted todas las contradicciones y todas las incompatibilidades posibles, y las hallará reunidas en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias y en los espectáculos de esta extraña nación.

-¿Y es cierto que en París se ríe la gente de todo?

-Verdad es -dijo el abate-; pero se ríen rabiando; se lamentan de todo a carcajadas y riéndose se cometen las más detestables acciones.

-¿Quién es -dijo Cándido- aquel marrano que tan mal hablaba de la tragedia que tanto me ha hecho llorar, y de los actores que tanto placer me han dado?

-Un malandrín -respondió el abate- que se gana la vida hablando mal de todas las composiciones dramáticas y de todos los libros que salen; que aborrece a todo aquel que es aplaudido, como aborrecen los eunucos a los que gozan; una sierpe de la literatura, que vive de ponzoña y cieno; un folletista.

-¿Qué llama usted folletista? -dijo Cándido.

-Un autor de folletos -dijo el abate- un Fréron.

Así discurrían Cándido, Martín y el abate en la escalera del Coliseo, mientras iba saliendo la gente, concluida la comedia.

-Aunque tengo muchos deseos de ver a la señorita Cunegunda -dijo Cándido- bien quisiera cenar con la primera actriz, la señorita Clairon, que me ha parecido un portento.

No era hombre el abate que tuviese entrada en casa de la señorita Clairon, que sólo recibía personas de calidad.

-Está ocupada esta noche -respondió-; pero tendré la honra de llevar a usted a casa de una señora muy distinguida, y conocerá a París como si hubiera vivido en él cuatro años.

Cándido, que naturalmente era amigo de saber, se dejó llevar a casa de tal señora, en San Honoré; estaban ocupados los tertulianos en jugar al faraón, y doce tristes jugadores tenían cada uno en la mano un juego de naipes, archivo cornudo de sus infortunios. Reinaba un profundo silencio, teñido estaba el semblante de los jugadores de una macilenta amarillez y se leía la zozobra en el del banquero; y la señora de la casa, sentada junto al despiadado banquero, anotaba con ojos de lince todos los párolis y todos los sietelevares con que doblaba cada jugador sus naipes, haciéndoselos desdoblar con un cuidado muy escrupuloso, pero con cortesía y sin enfadarse, por temor de perder sus parroquianos. Se hacía llamar la marquesa de Parolignac; su hija, una muchacha de quince años, era uno de los jugadores y con un guiñar de ojos advertía a su madre las trampas de los pobres jugadores, que procuraban enmendar los rigores de la suerte. Entraron el abate, Cándido y Martín, y nadie se levantó a darles las buenas noches ni los saludó, ni los miró siquiera; tan ocupados estaban todos en sus naipes. "Más cortés era la señora baronesa de Thunder-ten-tronckh", pensó Cándido.

Se acercó en esto el abate al oído de la marquesa, la cual se levantó a medias de la silla, honró a Cándido con una graciosa sonrisa y saludó a Martín con aire majestuoso; mandó luego que trajeran a Cándido asiento y una baraja, y éste perdió cincuenta mil francos en dos tallas. Cenaron luego con mucha jovialidad, y todos estaban atónitos de que Cándido no sintiese más lo que perdió. Los lacayos, en su idioma de lacayos, se decían unos a otros: "Preciso es que sea un noble inglés".

La cena se parecía a casi todas las cenas de París; primero mucho silencio, luego un estrépito de palabras que no se entendían, luego chistes, casi todos muy insulsos, noticias falsas, malos razonamientos, algo de política y mucha murmuración; después hablaron de libros nuevos.

-¿Han leído ustedes -preguntó el abate- la novela del señor Gauchat, doctor en teología?

-Sí -respondió uno de los convidados- pero no he podido acabarla. Tenemos una multitud de obras insulsas, pero todas juntas no llegan a la del señor Gauchat, doctor en teología; estoy tan hastiado de la inmensidad de libros malos que nos inundan, que me he dedicado a jugar al faraón.

-¿Y qué me dice usted de las Misceláneas del arcediano Trublet? -dijo el abate.

-¡Valiente majadero! -dijo madama de Parolignac-. ¡Con qué minuciosidad dice lo que todo el mundo sabe! ¡Con qué pesadez discute lo que no merece indicarse someramente! ¡Con qué falta de ingenio se aprovecha del de los demás! Y ¡cómo echa a perder cuanto toca! ¡Cómo me fatiga! Pero ya nunca volverá a fatigarme. Me basta haber leído algunas páginas suyas.

Había en la mesa un hombre de fino gusto que asintió a cuanto decía la marquesa. Pasaron luego a tratar de teatros, y la dueña de casa preguntó por qué había ciertas tragedias que se representaban con frecuencia y que nadie podía leer. El hombre de fino gusto explicó con mucha claridad cómo podía interesar una tragedia que tuviera poquísimo mérito, probando con breves razones que no bastaba traer por los cabellos una o dos situaciones de aquellas que tan frecuentes son en las novelas y siempre embelesan a los oyentes, sino que es menester ser original sin ser extravagante, a menudo sublime y siempre natural; conocer el corazón humano y saber expresarlo; ser gran poeta, sin que parezca poeta ninguno de los personajes; saber con perfección su idioma, hablarlo con pureza y con armonía continua, sin sacrificar nunca el sentido a la rima. Todo aquel que no observara estas reglas, añadió, podrá componer una o dos tragedias que sean aplaudidas en el teatro, mas nunca sentará plaza de buen escritor. Poquísimas tragedias hay buenas: unas son idilios en diálogos bien escritos y bien versificados; otras, disertaciones de política que infunden sueño, o amplificaciones que cansan; otras, ensueños de energúmenos en estilo bárbaro, razones deshilvanadas, apóstrofes interminables a los dioses, porque no se sabe qué decir a los hombres, falsas máximas y ampulosos lugares comunes.

Escuchaba con mucha atención Cándido este razonamiento y se formó por él altísima idea del orador; y como la marquesa había tenido la atención de colocarle a su lado, se tomó la licencia de preguntarle al oído quién era un hombre que con tanta justedad hablaba.

-Es un docto -dijo la dama- que nunca juega y que me trae a cenar algunas veces el abate, que entiende perfectamente de tragedias y libros, y que ha compuesto una tragedia que silbaron, y un libro del cual un solo ejemplar que me dedicó ha salido de la tienda de su librero.

-¡Qué varón tan eminente! -dijo Cándido- es otro Pangloss.

Y volviéndose hacia él, le dijo:

-¿Sin duda, caballero, que para usted todo está perfectamente en el mundo físico y en el moral y nada puede suceder de otra manera?

-¡Yo, caballero! -le respondió el docto- pienso lo contrario. Todo me parece que va al revés en nuestro país y que nadie sabe ni cuál es su estado ni cuál su cargo ni lo que hace, ni lo que debiera hacer, y que, excepto la cena, que es bastante jovial, y donde la gente está bastante acorde, todo el resto del tiempo se consume en impertinentes contiendas de jansenistas con molinistas, de parlamentarios con eclesiásticos, de literatos con literatos, de Palaciegos con Palaciegos, de financieros con el pueblo, de mujeres con maridos y de parientes con parientes; es una guerra interminable.

Replicó Cándido:

-Cosas peores he visto yo; pero un sabio que después tuvo la desgracia de ser ahorcado, me enseñó que todas esas cosas son un dechado de perfecciones; son las sombras de una hermosa pintura.

-Ese ahorcado se reía de la gente -dijo Martín- y esas sombras son manchas horrorosas.

-Los hombres son los que echan esas manchas -dijo Cándido- y no pueden menos.

-¿Conque no es culpa de ellos? -replicó Martín.

Bebían en tanto la mayor parte de los jugadores, que no entendían una palabra de la materia; Martín discurría con el hombre docto y Cándido contaba parte de sus aventuras al ama de casa.

Después de cenar llevó la marquesa a su gabinete a Cándido y lo sentó en un canapé.

-¿Conque está usted enamorado perdido de la señorita Cunegunda, de Thunder-ten-tronckh?

-Sí señora -respondió Cándido.

Le replicó la marquesa con una tierna sonrisa:

-Usted responde como un mozo de Westfalia; un francés me hubiera dicho: "Verdad es, señora, que he querido a la señorita Cunegunda; pero cuando la miro a usted me temo no quererla".

-Yo, señora -dijo Cándido- responderé como usted quiera.

-La pasión de usted -dijo la marquesa- empezó alzando un pañuelo, y yo quiero que usted alce mi liga.

-Con toda mi alma -dijo Cándido- y la levantó del suelo.

-Ahora quiero que me la ponga -continuó la dama, y Cándido se la puso.

-Mire usted -repuso la dama- usted es extranjero; a mis amantes de París los hago yo penar a veces quince días seguidos, pero a usted me rindo desde la primera noche porque es menester tratar cortésmente a un buen mozo de Westfalia.

La hermosa había reparado en dos diamantes enormes de dos sortijas de su joven extranjero, y tanto se los alabó, que de los dedos de Cándido pasaron a los de la marquesa.

Al volver Cándido a su casa con el abate, sintió algunos remordimientos por haber cometido una infidelidad a la señorita Cunegunda, y el señor abate tomó en parte su sentimiento, porque le había cabido una muy pequeña parte en los diez mil duros perdidos por Cándido en el juego y en el valor de los dos brillantes medio dados y medio estafados, y era su ánimo aprovecharse todo cuanto pudiera de lo que el trato de Cándido le podía valer. Le hablaba sin cesar de Cunegunda, y Cándido le dijo que cuando la viera en Venecia le pediría perdón de la infidelidad que acababa de cometer.

Cada día estaba el abate más cortés y más atento, interesándole todo cuanto decía Cándido, todo cuanto hacía y cuanto quería hacer.

-¿Conque tiene usted una cita en Venecia? -le dijo.

-Sí, señor abate -respondió Cándido-, tengo urgencia de reunirme con la señorita Cunegunda.

Llevado entonces del gusto de hablar de su amada, le contó, como era su costumbre, parte de sus venturas con esta ilustre westfaliana.

-Bien creo -dijo el abate- que esa señorita tiene mucho talento, y escribe muy bonitas cartas.

-Nunca me ha escrito -dijo Cándido-; figúrese usted que cuando me echaron del castillo por amor a ella, no le pude escribir; después la creí muerta, después me la encontré, y la volví a perder, y le he despachado un mensajero a dos mil y quinientas leguas de aquí, que aguardo con su respuesta.

Lo escuchó con mucha atención el abate, pareció algo pensativo y se despidió luego de ambos extranjeros, abrazándolos tiernamente. Al otro día, antes de levantarse de la cama, dieron a Cándido la esquela siguiente: "Muy señor mío y querido amante: Ocho días hace que estoy mala en esta ciudad, y acabo de saber que se encuentra usted en ella. Hubiera ido volando a echarme en sus brazos si me pudiera mover. He sabido que había usted pasado por Burdeos, donde se ha quedado el fiel Cacambo y la vieja, que llegarán muy en breve. El gobernador de Buenos Aires se ha quedado con todo cuanto Cacambo llevaba; pero el corazón de usted me queda. Venga usted a verme; su presencia me dará la vida o hará que me muera de placer".

Una carta tan tierna y tan inesperada, puso a Cándido en una indecible alegría, pero la enfermedad de su amada Cunegunda le traspasaba de dolor. Fluctuante entre estos dos sentimientos, agarra a puñados el oro y los diamantes y hace que lo lleven con Martín a la posada donde estaba Cunegunda alojada; entra temblando, con la ternura latiéndole el corazón y el habla interrumpida con sollozos; quiere descorrer las cortinas de la cama y manda que traigan luz.

-No haga usted tal -le dijo la criada- la luz le hace mal-; y volvió a correr la cortina.

-Amada Cunegunda -dijo llorando Cándido- ¿cómo te hallas?

-No puede hablar -dijo la criada.

Entonces la enferma sacó fuera de la cama una mano muy suave que bañó Cándido un largo rato con lágrimas, y que luego llenó de diamantes, dejando un saco de oro encima del taburete.

En medio de sus arrebatos aparece un alguacil acompañado del abate y de seis corchetes.

-¿Conque éstos son -dijo- los dos extranjeros sospechosos?- y mandó de inmediato que los ataran y los llevaran a la cárcel.

-No tratan de esta manera en El Dorado a los extranjeros -dijo Cándido.

-Más maniqueo soy que nunca -replicó Martín.

-Pero, señor, ¿adónde nos lleva usted? -dijo Cándido.

-A un calabozo, respondió el alguacil.

Martín, que se había recobrado del primer sobresalto, sospechó que la señora que se decía Cunegunda era una bribona, el señor abate un bribón que había abusado de Cándido, y el alguacil otro bribón de quien no era difícil desprenderse. Por no exponerse a tener que lidiar con la justicia, y con la impaciencia que tenía de ver a la verdadera Cunegunda, Cándido, por consejo de Martín, ofreció al alguacil tres diamantillos de tres mil duros cada uno.

-¡Ah!, señor -le dijo el alguacil- aunque hubiere usted cometido todos los delitos imaginables, sería el hombre más honrado del mundo. ¡Tres diamantes de tres mil duros cada uno! La vida perdería yo por usted, antes que enviarlo a un calabozo. Todos los extranjeros son arrestados, pero déjelo de mi cuenta, que yo tengo un hermano en Dieppe, en la Normandía, y lo llevaré allá, y si tiene usted algunos diamantes que darle, le tratará como yo.

-¿Y por qué arrestan a todos los extranjeros? -dijo Cándido.

El abate, tomando entonces la palabra, respondió:

-Porque un miserable andrajoso del país de Atrebacia, que había oído decir disparates, ha cometido un parricidio, no como el del mes de mayo de 1610, sino como el del mes de diciembre de 1594, y como otros muchos cometidos otros años y otros meses por andrajosos que habían oído decir disparates.

Entonces explicó el alguacil lo que había dicho el abate.

-¡Qué monstruos! -exclamó Cándido-. ¿Cómo se cometen tamañas atrocidades en un pueblo que canta y baila? ¿Cuándo saldré yo de este país donde los monos irritan a los tigres? En mi país he visto osos; sólo en El Dorado he visto hombres. En nombre de Dios, señor alguacil, lléveme usted a Venecia, donde aguardo a la señorita Cunegunda.

-Donde yo puedo llevar a usted es a Normandía -dijo el cabo de ronda. Le hizo luego quitar los grillos, dijo que se había equivocado, despidió a sus corchetes, y se llevó a Cándido y a Martín a Dieppe, entregándolos a su hermano. Había un buque holandés pequeño en la rada, y el normando, que con el cebo de otros tres diamantes era el más servicial de los mortales, embarcó a Cándido y a su acompañante en el tal navío, que iba a dar a la vela para Portsmouth en Inglaterra. No era el camino de Venecia; pero Cándido creyó que salía del infierno, y estaba resuelto a dirigirse a Venecia cuando se le presentase la ocasión.


Capítulo XXIII
Llegada de Cándido y Martín a las costas de Inglaterra. Lo que allí vieron


-¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Martín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¡Lo que es este mundo! -decía Cándido en el navío holandés.

-Cosa muy desatinada y muy abominable -respondió Martín.

-Usted ha estado en Inglaterra: ¿son tan locos como en Francia?

-Es locura de otra especie -dijo Martín-; ya sabe usted que ambas naciones están en guerra por algunas aranzadas de nieve en el Canadá, y por tan discreta guerra gastan mucho más que lo que vale todo el Canadá. Decir a usted a punto fijo en cuál de los dos países hay más locos de atar, mis cortas luces no alcanzan; lo que sí sé es que en el país que vamos a ver son locos atrabiliarios(7).

Diciendo esto abordaron Portsmouth; la orilla del mar estaba cubierta de gente que miraba con atención a un hombre gordo, hincado de rodillas y vendados los ojos, en la cubierta de uno de los navíos de la escuadra. Cuatro soldados, apostados frente a él, le tiraron cada uno tres balas en el cráneo con el mayor sosiego, y toda la asamblea se fue muy satisfecha.

-¿Qué quiere decir esto? -dijo Cándido-. ¿Qué perverso demonio reina en todas partes?

Preguntó quién era aquel hombre gordo que acababan de matar con tanta solemnidad.

-Un almirante -le dijeron.

-¿Y por qué han muerto a ese almirante?

-Porque no ha hecho matar bastante gente; ha dado batalla a un almirante francés y han considerado que no estaba bastante cerca del enemigo.

-Pues el almirante francés tan lejos estaba del inglés como éste del francés -replicó Cándido.

-Sin duda -le dijeron-; pero en esta tierra es conveniente matar de cuando en cuando a algún almirante para dar más ánimo a los otros.

Tanto se irritó y se asombró Cándido con lo que oía y veía, que no quiso siquiera poner pie en tierra, y arregló trato con el patrón holandés, a riesgo de que lo robara como el de Surinam, para que lo condujera sin más tardanza a Venecia. Al cabo de dos días estuvo listo el patrón. Bordearon Francia, pasaron a vista de Lisboa y se estremeció Cándido; desembocaron por el Estrecho y en el Mediterráneo, y finalmente llegaron a Venecia.

-Bendito sea Dios -dijo Cándido dando un abrazo a Martín- que aquí veré a la hermosa Cunegunda. Con Cacambo cuento igual que con mí mismo. Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible.


Capítulo XXIV
Que trata de fray Hilarión y de Paquita


Cuando llegó a Venecia, hizo buscar a Cacambo en todas las posadas, en todos los cafés y en casa de todas las mozas de vida alegre; pero no le fue posible dar con él. Todos los días iba a informarse de todos los navíos y barcos y nadie sabía de Cacambo.

-¡Conque he tenido yo tiempo -le decía a Martín- para pasar de Surinam a Burdeos, para ir de Burdeos a París, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, para costear Portugal y España, para atravesar todo el Mediterráneo y pasar algunos meses en Venecia, y aún no ha llegado la hermosa Cunegunda, y en su lugar he topado con una buscona y un abate! Sin duda ha muerto Cunegunda y a mí no me queda más remedio que morir. ¡Ah, cuánto más me hubiera valido quedarme en aquel paraíso terrenal de El Dorado, que volver a esta maldita Europa! Razón tiene usted, amado Martín, todo es ilusión y calamidad.

Lo acometió una negra melancolía y no fue ni a la ópera alla moda, ni a las demás diversiones del carnaval, ni hubo dama que le causara la más leve tentación. Le dijo Martín:

-Qué sencillo es usted si se figura que un criado mestizo, que lleva cinco o seis millones en la faltriquera, irá a buscar a su amada al fin del mundo para traérsela a Venecia; la guardará para sí, si la encuentra, y, si no, tomará otra; aconsejo a usted que olvide a Cacambo y a Cunegunda.

Martín no era hombre que daba consuelos. Crecía la melancolía de Cándido, y Martín no se hartaba de probarle que eran muy raras la virtud y la felicidad sobre la tierra, excepto acaso en El Dorado, donde nadie podía entrar.

Sobre esta importante materia disputaban, esperando a Cunegunda, cuando reparó Cándido en un joven fraile teatino8 que se paseaba por la plaza de San Marcos, llevando del brazo a una moza. El teatino era robusto, fuerte y de buenos colores, los ojos brillantes, la cabeza erguida, el continente reposado y el paso sereno; la moza, que era muy linda, iba cantando y miraba con enamorados ojos a su teatino, y de cuando en cuando le pellizcaba las mejillas.

-Me confesará a lo menos -dijo Cándido a Martín- que estos dos son dichosos. Excepto en El Dorado, no he encontrado hasta ahora en el mundo habitable más que desventurados; pero apuesto a que esa moza y ese fraile son felicísimas criaturas.

-Yo apuesto a que no -dijo Martín.

-Convidémoslos a comer -dijo Cándido- y veremos si me equivoco.

Se acercó a ellos, les hizo una reverencia y los convidó a su posada a comer macarrones, perdices de Lombardía, huevos de sollo, y a beber vino de Montepulciano, Lacrima Christi , Chipre y Samos. Se sonrojó la mozuela; aceptó el teatino el convite, y le siguió la muchacha mirando a Cándido pasmada y confusa, y vertiendo algunas lágrimas. Apenas entró la mozuela en el aposento de Cándido, le dijo:

-Pues qué, ¿ya no conoce el Cándido a Paquita?

Cándido, que oyó estas palabras, y que hasta entonces no la había mirado con atención, porque sólo en Cunegunda pensaba, le dijo:

-¡Ah, pobre chica! ¿Conque tú eres la que puso al doctor Pangloss en el lindo estado en que lo vi?

-¡Ay, señor!, soy yo en persona -dijo Paquita-; ya veo que está usted informado de todo. Supe las horribles desgracias que sucedieron a la señora baronesa y a la hermosa Cunegunda, y le juro a usted que no ha sido menos adversa mi estrella. Cuando usted me vio era yo una inocente, y un capuchino, que era mi confesor, me engañó con mucha facilidad; las resultas fueron horribles, y me vi precisada a salir del castillo, poco después que le echó a usted el señor barón a patadas en el trasero. Si no hubiera tenido lástima de mí un médico famoso, me hubiera muerto; por agradecérselo, fui poco después la querida del tal médico, y su mujer, endiablada de celos, me aporreaba sin misericordia todos los días. Era ella una furia; él, el más feo de los hombres, y yo, la más desventurada de las mujeres, aporreada sin cesar por un hombre a quien no podía ver. Bien sabe usted, señor, los peligros que corre una mujer desapacible que se ha casado con un médico: aburrido el mío de los rompimientos de cabeza que le daba su mujer, un día, para curarla de un resfriado, le administró un remedio tan eficaz que murió en dos horas, presa de horrendas convulsiones. Los parientes de la difunta formaron causa criminal al doctor, el cual se escapó, y a mí me metieron en la cárcel; y si no hubiera sido algo bonita, no me hubiera salvado mi inocencia. El juez me declaró libre, con la condición de ser el sucesor del médico, y muy en breve me sustituyó por otra; me despidió sin darme un cuarto, y tuve que proseguir en este abominable oficio que a vosotros los hombres os parece tan gustoso y que para nosotras es un piélago de desventuras. Vine a ejercitar mi profesión a Venecia. ¡Ah, señor, si se figurara usted qué cosa tan inaguantable es halagar sin diferencia al negociante viejo, al letrado, al gondolero y al abate; estar expuesta a tanto insulto, a tantos malos tratamientos; verse a cada paso obligada a pedir prestada una falda para hacérsela remangar por un hombre asqueroso; robada por éste de lo que ha ganado con aquél, estafada por los alguaciles y sin tener otra perspectiva que una horrible vejez, un hospital y un muladar, confesaría que soy la más desgraciada criatura de este mundo!

Así descubría Paquita su corazón al buen Cándido, en su gabinete, en presencia de Martín, quien dijo:

-Ya llevo ganada, como usted ve, la mitad de la apuesta.

Se había quedado fray Hilarión en el comedor, bebiendo un trago mientras servían la comida. Cándido le dijo a Paquita:

-Pero si parecías tan alegre y tan contenta cuando te encontré; si cantabas y halagabas al teatino con tanta naturalidad, que te tuve por tan feliz, ¿cómo dices que eres desdichada?

-¡Ah, señor -respondió Paquita- ésa es otra de las lacras de nuestro oficio! Ayer me robó y me aporreó un oficial, y hoy tengo que fingir que estoy alegre para agradar a un fraile.

No quiso Cándido oír más, y confesó que Martín tenía razón. Se sentaron luego a la mesa con Paquita y el teatino; fue bastante alegre la comida, y de sobremesa hablaron con alguna confianza. Le dijo Cándido al fraile:

-Me parece, padre, que disfruta vuestra reverencia de una suerte envidiable. En su semblante brilla la salud y la robustez, su fisonomía indica el bienestar, tiene una muy linda moza para su recreo y me parece muy satisfecho con su hábito de teatino.

-¡Por Dios santo, caballero -respondió fray Hilarión- que quisiera que todos los teatinos estuvieran en el fondo del mar y que mil veces me han dado tentaciones de pegar fuego al convento y de hacerme turco! Cuando tenía quince años, mis padres, por dejar más caudal a un maldito hermano mayor (condenado sea), me obligaron a tomar este execrable hábito. El convento es un nido de celos, de rencillas y de desesperación. Verdad es que por algunas misiones de cuaresma que he predicado me han dado algunos cuartos, que la mitad me ha robado el padre guardián; el resto me sirve para mantener mozas; pero cuando por la noche entro en mi celda me dan ganas de romperme la cabeza contra las paredes, y lo mismo sucede a todos los demás religiosos.

Volviéndose entonces Martín a Cándido, con su acostumbrada impasibilidad, le dijo:

-¿Qué tal? ¿He ganado o no la apuesta?

Cándido regaló dos mil duros a Paquita y mil a fray Hilarión.

-Confío -dijo- que con este dinero serán felices.

-No lo creo -dijo Martín- con esos miles los hará usted más infelices todavía.

-Sea lo que fuere -dijo Cándido- un consuelo tengo, y es que a veces encuentra uno gentes que creía no encontrar nunca; y muy bien podrá suceder que después de haber topado con mi carnero encarnado y con Paquita, me halle un día de manos a boca con Cunegunda.

-Mucho deseo -dijo Martín- que sea para la mayor felicidad de usted; pero lo dudo.

-Es usted escéptico -replicó Cándido.

-Porque he vivido -dijo Martín.

-Pues ¿no ve usted esos gondoleros -dijo Cándido- que no cesan de cantar?

-Pero no los ve usted en su casa con sus mujeres y sus chiquillos -repuso Martín-. Sus pesadumbres tiene el Dux, y los gondoleros las suyas. Verdad es que, pesándolo todo, más feliz suerte que la del Dux es la del gondolero; pero es tan poca la diferencia, que no merece la pena de un detenido examen.

-Me han hablado -dijo Cándido- del señor Pococurante, que vive en ese suntuoso palacio situado sobre el Brenta, y que agasaja mucho a los forasteros, y dicen que es un hombre que nunca ha sabido qué cosa es tener pesadumbre.

-Mucho me diera por ver un ente tan raro -dijo Martín.

Sin más dilación mandó Cándido a pedir licencia al señor Pococurante9 para hacerle una visita al día siguiente.


Capítulo XXV
Visita al señor Pococurante, noble veneciano


Se embarcaron Cándido y Martín en una góndola y fueron por el Brenta al palacio del noble Pococurante. Los jardines eran amenos y ornados con hermosas estatuas de mármol, el palacio de una bella arquitectura y el dueño un hombre como de sesenta años y muy rico. Recibió a los dos curiosos forasteros con urbanidad, pero sin mucho cumplimiento, cosa que intimidó a Cándido y no le pareció mal a Martín.

Al instante dos muchachas bonitas y muy aseadas sirvieron chocolate: Cándido no pudo menos de elogiar sus gracias y su hermosura.

-No son malas chicas -dijo el senador-; algunas veces mando que duerman conmigo, porque estoy aburrido de las señoras del pueblo, de sus coqueterías, sus celos, sus contiendas, su mal genio, sus pequeñeces, su orgullo, sus tonterías, y más aun de los sonetos que tiene uno que hacer o mandar hacer en elogio suyo; mas con todo ya empiezan a fastidiarme estas muchachas.

Después de almorzar se fueron a pasear a una espaciosa galería, y Cándido, asombrado de la hermosura de las pinturas, preguntó de qué maestro eran las dos primeras.

-Son de Rafael -dijo el senador- y las compré muy caras por vanidad algunos años ha; dicen que son las más hermosas que tiene Italia, pero a mí no me gustan; los colores son muy oscuros, las figuras no están bien perfiladas, ni tienen bastante relieve; los ropajes no se parecen en nada al paño; y en una palabra, digan lo que quisieran, yo no alcanzo a ver aquí una feliz imitación de la naturaleza, y no daré mi aprobación a un cuadro hasta que me parezca ver en él a la propia naturaleza; mas no los hay de esta especie. Yo tengo muchos, pero ya no los miro.

Pococurante, antes de comer, mandó que dieran un concierto; la música le pareció deliciosa a Cándido.

-Bien puede este estruendo -dijo Pococurante- divertir media hora, pero cuando dura más, a todo el mundo cansa, aunque nadie se atreve a confesarlo. La música del día no es otra cosa que el arte de ejecutar cosas dificultosas, y lo que sólo es difícil no gusta mucho tiempo. Más me agradaría la ópera, si no hubieran descubierto el secreto de convertirla en un monstruo que me repugna. Vaya quien quisiere ver malas tragedias en música, cuyas escenas no paran en más que en traer dos o tres ridículas coplas donde luce sus gorjeos una cantarina; saboréese otro en oír a un castrado tararear el papel de César o Catón, pasearse torpemente por las tablas; yo, por mí, muchos años hace que no veo semejantes majaderías de que tanto se ufana hoy Italia y que tan caras pagan los soberanos extranjeros.

Cándido contradijo un poco, pero con prudencia, y Martín fue enteramente del parecer del senador.

Se sentaron a la mesa, y después de una opípara comida entraron en la biblioteca. Cándido, que vio un Homero magníficamente encuadernado, alabó mucho el fino gusto de Su Ilustrísima.

-Éste es el libro -dijo- que hacía las delicias de Pangloss, el mejor filósofo de Alemania.

-Pues no hace las mías -dijo con mucha frialdad Pococurante-; en otro tiempo me hicieron creer que sentía placer en leerlo, pero esa constante repetición de batallas que todas son parecidas, esos dioses siempre en acción, y que nunca hacen nada decisivo; esa Elena, causa de la guerra, y que apenas tiene acción en el poema; esa Troya siempre sitiada, y nunca tomada; todo esto me causaba fastidio mortal. Algunas veces he preguntado a varios hombres doctos si les aburría esta lectura tanto como a mí, y todos los que hablaban sinceramente me han confesado que se les caía el libro de las manos, pero que era indispensable tenerlo en su biblioteca como un monumento de la antigüedad o como una medalla enmohecida que no es materia de comercio.

-No piensa así Su Excelencia de Virgilio -dijo Cándido.

-Convengo -dijo Pococurante- en que el segundo, el cuarto y el sexto libro de su Eneida son excelentes; mas por lo que hace a su piadoso Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Acates, al niño Ascanio, al tonto del rey Latino, a la zafia Amata y a la insulsa Lavinia, creo que no hay cosa más fría ni más desagradable, y más me gusta el Tasso y los cuentos, para arrullar criaturas, del Ariosto.

-¿Me hará Su Excelencia el gusto de decirme -repuso Cándido- si no le causa gran placer la lectura de Horacio?

-Máximas hay en él -dijo Pococurante- que pueden ser útiles a un hombre de mundo, y que reducidas a enérgicos versos se graban con facilidad en la memoria; pero no me interesa su viaje a Brindis, ni su descripción de una mala comida, ni la disputa, digna de unos ganapanes, entre no sé qué Pupilo cuyas razones, dice, estaban llenas de pus, y las de su contrincante llenas de vinagre . He leído con asco sus groseros versos contra viejas y hechiceras, y no veo qué mérito tiene decir a su amigo Mecenas que si lo pone en la categoría de los poetas líricos, tocará los astros con su erguida frente. A los tontos todo les maravilla en un autor apreciado; pero yo, que leo para mí, sólo apruebo lo que me gusta.

Cándido, que le habían enseñado a no juzgar nada por sí mismo, estaba muy atónito con todo cuanto oía, y a Martín le parecía el modo de pensar de Pococurante muy conforme a la razón.

-¡Ah! Aquí hay un Cicerón -dijo Cándido-; sin duda no se cansa Su Excelencia de leerlo.

-Nunca lo creo -respondió el veneciano-. ¿Qué me importa que haya defendido a Rabirio o a Cluencio? Sobrados pleitos tengo yo sin esos que fallar. Más me hubieran agradado sus obras filosóficas; pero cuando he visto que de todo dudaba, he inferido que lo mismo sabía yo que él, y que para ser ignorante no precisaba de nadie.

-¡Hola! ¡Ochenta tomos de la Academia de Ciencias! Algo bueno podrá haber en ellos -exclamó Martín.

-Sí que lo habría -dijo Pococurante- si uno de los autores de ese fárrago hubiese inventado siquiera el arte de hacer alfileres; pero en todos esos libros no se hallan más que sistemas vanos y ninguna cosa útil.

-¡Cuántas composiciones estoy viendo -dijo Cándido- en italiano, en castellano y en francés!

-Es verdad -dijo el senador-; de tres mil pasan y no hay treinta buenas. En cuanto a esas recopilaciones de sermones, que todos juntos no equivalen a una página de Séneca, estos librotes de teología, ya presumirán ustedes que no los abro nunca, ni yo ni nadie.

Reparó Martín en unos estantes cargados de libros ingleses.

-Creo -dijo- que un republicano se complacerá con la mayor parte de estas obras con tanta libertad escritas.

-Sí -respondió Pococurante- bella cosa es escribir lo que se siente, que es la prerrogativa del hombre. En nuestra Italia sólo se escribe lo que no se siente, y los moradores de la patria de los Césares y los Antoninos no se atreven a concebir una idea sin la venia de un dominico. Mucho me contentaría la libertad que inspira a los ingenios ingleses, si no estragaran la pasión y el espíritu de partido cuantas dotes apreciables aquélla tiene.

Reparando Cándido en un Milton, le preguntó si tenía por un hombre sublime a este autor.

-¿A quién? -dijo Pococurante-. ¿A ese bárbaro que en diez libros de duros versos ha hecho un prolijo comentario del Génesis? ¿A ese zafio imitador de los griegos, que desfigura la creación, y mientras que Moisés pinta al Ser Eterno creando el mundo por su palabra, hace que el Mesías coja en un armario del cielo un inmenso compás para trazar su obra? ¡Yo estimar a quien ha echado a perder el infierno y el diablo del Tasso, a quien disfraza a Lucifer, unas veces de sapo, otras de pigmeo, le hace repetir cien veces el mismo discurso y disputar sobre teología; a quien imitando seriamente la cómica invención de las armas de fuego de Ariosto, representa a los diablos tirando cañonazos en el cielo! Ni yo ni nadie en Italia ha podido gustar de todas esas tristes extravagancias. Las Bodas del pecado y de la muerte , y las culebras que pare el pecado, hacen vomitar a todo hombre de gusto algo delicado, y su prolija descripción de un hospital, sólo para un enterrador es buena. Este poema oscuro, estrambótico y repugnante fue despreciado en su cuna, y yo le trato hoy como le trataron en su patria sus contemporáneos. Por lo demás, digo lo que pienso sin curarme de si los demás piensan como yo.

Cándido estaba muy afligido con estas razones, porque respetaba a Homero y no le desagradaba Milton.

-¡Ay! -dijo en voz baja a Martín- mucho me temo que profese este hombre un profundo desprecio por nuestros poetas alemanes.

-Poco inconveniente sería -replicó Martín.

-¡Oh, qué hombre tan superior -decía entre dientes Cándido- qué genio tan divino este Pococurante! Nada le agrada.

Después de pasar revista a todos los libros, bajaron al jardín, y Cándido alabó mucho sus preciosidades.

-No hay cosa de peor gusto -dijo Pococurante-; aquí no tenemos otra cosa que fruslerías; bien es verdad que mañana voy a disponer que planten otro de un estilo más noble.

Se despidieron, en fin, ambos de su excelencia, y al volverse a su casa, dijo Cándido a Martín:

-Confiese usted que el señor Pococurante es el más feliz de los humanos, porque es un hombre superior a todo cuanto tiene.

-Pues ¿no considera usted -dijo Martín- que está aburrido de todo cuanto tiene? Mucho tiempo ha que dijo Platón que no son los mejores estómagos los que vomitan todos los alimentos.

-Pero ¿no es un gusto -respondió Cándido- criticarlo todo, y hallar defectos donde los demás sólo perfecciones encuentran?

-Eso es lo mismo -replicó Martín- que decir que da mucho placer no sentir placer.

-Según eso -dijo Cándido- no hay otro hombre más feliz que yo cuando vea de nuevo a la señorita Cunegunda.

-Buena cosa es la esperanza -respondió Martín.

Corrían en tanto los días y las semanas, y Cacambo no aparecía, y estaba Cándido tan sumido en su pesadumbre, que ni siquiera notó que no habían venido a darle las gracias fray Hilarión y Paquita.


Capítulo XXVI
De cómo Cándido y Martín cenaron con unos extranjeros y quiénes eran éstos


Un día, yendo Cándido y Martín a sentarse a la mesa con los forasteros alojados en su misma posada, se acercó por detrás al primero uno que tenía la cara de color de hollín de chimenea, y, agarrándolo del brazo, le dijo:

-Dispóngase usted a venir con nosotros y no se descuide.

Vuelve Cándido el rostro y reconoce a Cacambo; sólo la vista de Cacambo podía causarle tanta extrañeza y contento. Poco le faltó para volverse loco de alegría; y dando mil abrazos a su caro amigo, le dijo:

-¿Conque sin duda está contigo Cunegunda? ¿Dónde está? Llévame a verla y a morir de gozo a sus plantas.

-Cunegunda no está aquí -dijo Cacambo-; está en Constantinopla.

-¡Dios mío, en Constantinopla! Pero aunque estuviera en la China, voy allá volando: vamos.

-Después de cenar nos iremos -respondió Cacambo-; soy esclavo y me está esperando mi amo, y así es menester que le vaya a servir a la mesa; no diga usted una palabra; cene y esté preparado.

Preocupado Cándido de júbilo y sentimiento, gozoso por haber vuelto a ver a su fiel agente, atónito de verlo esclavo, rebosando de la alegría de encontrar a su amada, palpitándole el pecho y vacilante su razón, se sentó a la mesa con Martín, el cual, sin inmutarse, contemplaba todas estas aventuras, y con otros seis extranjeros que habían venido a pasar el carnaval a Venecia.

Cacambo, que era el copero de uno de los extranjeros, arrimándose a su amo, al fin de la comida, le dijo al oído:

-Vuestra Majestad puede irse cuando quiera: el buque está pronto -y se fue.

Atónitos, los convidados se miraban sin chistar, cuando llegándose otro sirviente a su amo, le dijo:

-Señor, el coche de Vuestra Majestad está en Padua y el barco listo.

El amo hizo una seña, y se fue el criado. Otra vez se miraron a la cara los convidados y creció el asombro. Arrimándose luego el tercer criado a otro extranjero, le dijo:

-Señor, créame Vuestra Majestad que no se debe detener más aquí; yo voy a disponerlo todo -y desapareció.

Entonces no dudaron Cándido ni Martín de que era mojiganga de carnaval. El cuarto criado dijo al cuarto amo:

-Vuestra Majestad se podrá ir cuando quiera -y se fue lo mismo que los demás.

Otro tanto dijo el criado quinto al amo; pero el sexto se explicó de muy diferente modo con el sexto forastero, que estaba al lado de Cándido, y le dijo:

-A fe, señor, que nadie quiere fiar un ochavo a Vuestra Majestad, ni a mí tampoco, y que esta misma noche pudiera ser muy bien que nos metieran en la cárcel, y así voy a ponerme a salvo: quédese con Dios Vuestra Majestad.

Habiéndose marchado todos los criados, se quedaron en silencio Cándido, Martín y los seis forasteros. Lo rompió al fin Cándido, diciendo:

-Cierto, señores, que es donosa la burla; ¿por qué todos ustedes son reyes? Yo por mí declaro que ni el señor Martín ni yo lo somos.

Respondiendo entonces con mucha dignidad el amo de Cacambo, dijo en italiano:

-Yo no soy un bufón; mi nombre es Acmet III; he sido gran sultán por espacio de muchos años; había destronado a mi hermano, y mi sobrino me ha destronado a mí; a mis visires les han cortado la cabeza y yo acabo mis días en el viejo serrallo. Mi sobrino, el gran sultán Mahamud, me da licencia para viajar de cuando en cuando para restablecer mi salud, y he venido a pasar el carnaval a Venecia.

Después de Acmet habló un mancebo que junto a él estaba, y dijo:

-Yo me llamo Iván, he sido emperador de Rusia, y destronado en la cuna. Mi padre y mi madre fueron encarcelados, y a mí me criaron en una cárcel. Algunas veces me dan licencia para viajar en compañía de mis guardianes, y he venido a pasar el carnaval a Venecia.

Dijo luego el tercero:

-Yo soy Carlos Eduardo, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mi padre sus derechos a la corona. He peleado por sustentarlos; a ochocientos partidarios míos les han arrancado el corazón y les han sacudido con él en la cara: a mí me han tenido preso, y ahora voy a ver al rey mi padre a Roma, el cual ha sido destronado, así como mi abuelo, y así como yo, y he venido a pasar el carnaval a Venecia.

Habló entonces el cuarto, y dijo:

-Yo soy rey de los polacos; la suerte de la guerra me ha privado de mis Estados hereditarios; los mismos contratiempos ha sufrido mi padre; me resigno a los decretos de la Providencia, como hacen el sultán Acmet, el emperador Iván, y el rey Carlos Eduardo, que Dios guarde dilatados años, y he venido a pasar el carnaval a Venecia.

Dijo después el quinto:

-También yo soy rey de los polacos, y dos veces he perdido mi reino; pero la Providencia me ha dado otro Estado, en el cual he hecho más bienes que cuantos han podido hacer en las riberas del Vístula todos los reyes de la Samarcia juntos; también me resigno a los designios de la Providencia, y he venido a pasar el carnaval a Venecia.

Habló por último el sexto monarca, y dijo:

-Caballeros, yo no soy tan gran señor como ustedes, mas al cabo rey he sido como el más pintado; mi nombre es Teodoro; fui electo rey en Córcega, me llamaban Majestad, y ahora apenas se dignan decirme Monseñor: he hecho acuñar moneda y no tengo un maravedí; tenía dos secretarios de Estado, y apenas me queda un lacayo; me he visto en un trono y he estado mucho tiempo en Londres en una cárcel acostado sobre paja, y recelo que me suceda aquí lo mismo, aunque he venido, como Vuestras Majestades, a pasar el carnaval a Venecia.

Escucharon con magnánima compasión los otros cinco monarcas este razonamiento, y dio cada uno veinte cequíes al rey Teodoro para que comprara vestidos y ropa blanca. Cándido le regaló un brillante de dos mil cequíes. "¿Quién es este particular" dijeron los cinco reyes "que puede hacer una dádiva cien veces más cuantiosa que cualquiera de nosotros, y que efectivamente la hace?"

Al levantarse de la mesa, llegaron a la misma posada cuatro Altezas Serenísimas, que también habían perdido sus Estados por la suerte de la guerra, y que venían a pasar el carnaval a Venecia; pero no se informó siquiera Cándido de las aventuras de los recién venidos, no pensando sino en ir a buscar a su amada Cunegunda a Constantinopla.


Capítulo XXVII
Del viaje de Cándido a Constantinopla


Ya el fiel Cacambo había concertado con el capitán turco, que había de llevar a Constantinopla al sultán Acmet, que recibiera a bordo a Cándido y a Martín, y ambos se embarcaron, habiéndose prosternado el primero ante su miserable Alteza. Cándido, en el camino, decía a Martín:

-¡Conque hemos cenado con seis reyes destronados, y, de los seis, a uno he tenido que darle una limosna! Acaso hay otros muchos príncipes más desgraciados. Yo, a la verdad, no he perdido más que cien carneros y voy a descansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda. Razón tenía Pangloss, amado Martín, todo está bien.

-Sea enhorabuena -dijo Martín.

-Increíble aventura es, empero -continuó Cándido- la que en Venecia nos ha sucedido; porque nunca se ha visto ni oído cosa tal: en la misma posada seis monarcas destronados.

-No es eso más extraordinario -replicó Martín- que otras muchas cosas que nos han sucedido. Con frecuencia ocurre que un rey sea destronado; y por lo que respecta a la honra que hemos tenido de cenar con ellos es una friolera que ni siquiera merece mentarse.

Apenas estaba Cándido en el navío, se arrojó en brazos de su antiguo criado y amigo Cacambo.

-¿Y qué hace Cunegunda? -le dijo-. ¿Es todavía un portento de beldad? ¿Me quiere aún? ¿Cómo está? Sin duda que le has comprado un palacio en Constantinopla.

-Señor mi amo -le respondió Cacambo- Cunegunda está fregando platos a orillas del Propóntide, en casa de un príncipe que tiene poquísimos platos, porque es esclava de un antiguo soberano llamado Ragotski, a quien da el Gran Turco tres duros diarios en un asilo; y lo peor es que ha perdido su hermosura y que está atrozmente fea.

-¡Ay!, fea o hermosa -dijo Cándido- yo soy hombre de bien, y mi obligación es quererla siempre. Pero ¿cómo se puede encontrar en tan miserable estado con el millón de duros que tú le llevaste?

-Bueno está eso -respondió Cacambo-; ¿pues no tuve que dar doscientos mil al señor don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, gobernador de Buenos Aires, para obtener el permiso de traer a Cunegunda? ¿Y no nos ha robado un pirata todo cuanto nos había quedado? ¿No nos ha conducido dicho pirata al cabo de Matapán, a Milo, a Nicaria, a Samos, a Petri, a los Dardanelos, a Mármara y a Escútari? Cunegunda y la vieja están sirviendo al príncipe y yo soy esclavo del sultán destronado.

-¡Cuán espantosas calamidades! -dijo Cándido-. Sin embargo, aún me quedan algunos diamantes, y con facilidad rescataré a Cunegunda. ¡Lástima que esté tan fea!

Volviéndose luego a Martín, le dijo:

-¿Quién piensa usted que es más digno de compasión, el sultán Acmet, el emperador Iván, el rey Carlos Eduardo o yo?

-No lo sé -dijo Martín- y menester fuera hallarme dentro del pecho de ustedes para saberlo.

-¡Ah! -dijo Cándido- si estuviera aquí Pangloss, él lo sabría, y nos lo diría.

-Yo no poseo -respondió Martín- la balanza con que pesaba ese señor Pangloss las miserias y valuaba las cuitas humanas; mas presumo que hay en la tierra millones de hombres más dignos de lástima que el rey Carlos Eduardo, el emperador Iván y el sultán Acmet.

-Bien puede ser -dijo Cándido.

Pocos días después llegaron al canal del Mar Negro. Cándido rescató a precio muy subido a Cacambo, y sin perder un instante se metió con sus compañeros en una galera para ir a orillas del Propóntido en demanda de Cunegunda, por más fea que estuviese.

Había entre la chusma dos galeotes que remaban muy mal, y a quienes el arráez levantino aplicaba de cuando en cuando sendos latigazos en las espaldas con el rebenque. Por un movimiento natural los miró Cándido con más atención que a los demás forzados, arrimándose a ellos con lástima; y en algunos rasgos de sus caras desfiguradas creyó reconocer cierto parecido con Pangloss y con el desventurado jesuita, el barón, hermano de Cunegunda. Enternecido y movido a compasión con esta idea, los contempló con mayor atención, y dijo a Cacambo:

-Por mi vida que si no hubiera visto ahorcar al maestro Pangloss, y no hubiera tenido la desgracia de matar al barón, creería que son esos que van remando en la galera.

Oyendo los nombres del barón y de Pangloss, dieron un agudo grito ambos galeotes, se pararon en el banco, y dejaron caer los remos. Al punto se lanzó sobre ellos el arráez, menudeando los latigazos con el rebenque.

-Deténgase, deténgase, señor -exclamó Cándido- que le daré el dinero que me pidiere.

-¿Conque es Cándido? -decía uno de los forzados.

-¿Conque es Cándido? -repetía el otro.

-¿Es sueño? -decía Cándido-; ¿estoy en esta galera? ¿Estoy despierto? ¿Es el señor barón a quien yo maté? ¿Es el maestro Pangloss a quien vi ahorcar?

-Nosotros somos, nosotros somos -respondían a la par.

-¿Conque éste es aquel insigne filósofo? -decía Martín.

-¡Ah!, señor arráez levantino, ¿cuánto quiere por el rescate del señor barón de Thunder-ten-tronckh, uno de los primeros barones del imperio, y del señor Pangloss, el metafísico más profundo de Alemania?

-Perro cristiano -respondió el arráez- ya que esos dos perros de galeotes cristianos son barones y metafísicos, lo cual es, sin duda, un cargo muy alto en su país, me has de dar por ellos cincuenta mil cequíes.

-Yo se los daré, señor; lléveme de un vuelo a Constantinopla, y al punto será satisfecho; pero no, lléveme a casa de la señorita Cunegunda.

El arráez, así que oyó la oferta de Cándido, puso la proa a la ciudad e hizo que remaran con más ligereza que un pájaro sesga el aire.

Dio Cándido cien abrazos a Pangloss y al barón.

-Pues ¿cómo no he matado a usted, mi amado barón? Y usted, mi amado Pangloss, ¿cómo está vivo habiendo sido ahorcado? ¿Y por qué están ambos en galeras en Turquía?

-¿Es cierto que mi querida hermana se encuentra en esta tierra? -dijo el barón.

-Sí, señor -respondió Cacambo.

-Al fin vuelvo a ver a mi querido Cándido -exclamaba Pangloss.

Cándido le presentaba a Martín y a Cacambo: todos se abrazaban, todos hablaban a la par; bogaba la galera y estaban ya dentro del puerto. Llamaron a un judío, a quien vendió Cándido por cincuenta mil cequíes un diamante que valía cien mil, y el judío le juró por Abrahán que no podía dar un ochavo más. En el acto pagó el rescate del barón y Pangloss: éste se arrojó a las plantas de su libertador, bañándolas en lágrimas; aquél le dio las gracias bajando la cabeza, y le prometió pagarle su dinero así que tuviese con qué.

-Pero ¿es posible -decía- que esté en Turquía mi hermana?

-Tan posible -replicó Cacambo- que está fregando platos en casa de un príncipe de Transilvania.

Llamaron al punto a otros judíos, vendió Cándido otros diamantes y partieron todos en otra galera para ir a librar a Cunegunda.


Capítulo XXVIII
De lo que sucedió a Cándido, Cunegunda, Pangloss, Martín, etc.



-Mil perdones pido a usted -dijo Cándido al barón- mil perdones, padre reverendísimo, de haberlo traspasado de una estocada.

-No tratemos más de eso -dijo el barón-; yo confieso que me excedí un poco. Pero una vez que desea usted saber cómo me he visto en galeras, le contaré que después que me hubo sanado de mi herida el hermano boticario del colegio, me acometió y me hizo prisionero una partida española, y me pusieron en la cárcel de Buenos Aires cuando acababa mi hermana de embarcarse para Europa. Pedí que me enviaran a Roma al padre general, y me nombraron para ir a Constantinopla de capellán de la embajada de Francia. Hacía apenas ocho días que estaba desempeñando las obligaciones de mi empleo, cuando encontré una noche a un joven oficial del sultán, muy lindo; y como hacía mucho calor quiso el mozo bañarse, y yo también me metí con él en el baño, no sabiendo que era delito capital en un cristiano que le hallaran desnudo con un mancebo musulmán. Un cadí me mandó dar cien palos en la planta de los pies, y me condenó a galeras; y pienso que jamás se ha cometido injusticia más horrorosa. Ahora querría saber por qué se halla mi hermana de fregona de un príncipe de Transilvania refugiado en Turquía.

-Y usted, mi amado Pangloss, ¿cómo es posible que lo vuelva a ver?

-Verdad es -dijo Pangloss- que me viste ahorcar; iban a quemarme, pero ya te acuerdas que llovía a chaparrones cuando me habían de echar a la hoguera, y que no fue posible encender el fuego; así que me ahorcaron sencillamente: y un cirujano, que compró mi cuerpo, me llevó a su casa, y me disecó; primero me hizo una incisión crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Yo estaba muy mal ahorcado: el ejecutor de las sentencias de la Santa Inquisición, que era subdiácono, quemaba las personas con la mayor habilidad, pero no tenía práctica en materia de ahorcar: la soga, que estaba mojada, apretó poco; en fin, todavía estaba vivo. La incisión crucial me hizo dar un grito tan desaforado, que el cirujano, atemorizado, se cayó de espaldas; y creyendo que estaba disecando a Lucifer se escapó muerto de miedo, y volvió a caer escalera abajo. Al estrépito acudió su mujer de un cuarto inmediato, y viéndome tendido en la mesa, con la incisión crucial, se asustó más que su marido, y cayó encima de él. Cuando volvieron en sí, oí que decía la cirujana a su marido: ¿Quién te metió a disecar a un hereje? ¿Acaso no sabes que todos ellos tienen metido el diablo en el cuerpo? Me voy corriendo a llamar a un clérigo que lo exorcice. Asustado con estas palabras junté las pocas fuerzas que me quedaban, y me puse a gritar: "¡Tengan lástima de mí!" Al fin cobró ánimo el barbero portugués, me dio unos cuantos puntos en la incisión, su mujer me cuidó y al cabo de quince días estaba ya bueno. El barbero me acomodó de lacayo de un caballero de Malta que iba a Venecia; pero, no teniendo mi amo con qué mantenerme, me puse a servir a un mercader veneciano, y lo acompañé a Constantinopla.

"Se me ocurrió un día la idea de entrar en una mezquita, donde no había más que un imán viejo y una joven beata muy bonita, que rezaba sus padrenuestros; tenía descubiertos los pechos y entre las dos tetas un ramillete muy hermoso de tulipanes, rosas, anémonas, ranúnculos, jacintos y aurículas. Se le cayó el ramillete, y yo lo cogí, y se lo puse con tanta cortesía como respeto. Tanto tardaba en ponérselo, que se enfadó el imán; y advirtiendo que era yo cristiano, llamó gente. Me llevaron a casa del cadí, que me mandó dar cien varazos en los pies y me envió a galeras, amarrándome justamente en la misma galera y al mismo banco que el señor barón. En ella había cuatro mozos de Marsella, cinco clérigos napolitanos, y dos frailes de Corfú, que nos aseguraron que casi todos los días sucedían aventuras como las nuestras. Pretendía el señor barón que le habían hecho más injusticia que a mí, y yo defendía que mucho más permitido era volver a poner un ramillete al pecho de una moza que ser hallado desnudo con un icoglán; disputábamos continuamente y nos sacudían cien latigazos al día con la penca, cuando te condujo a nuestra galera la cadena de los sucesos de este universo, y nos rescataste.

-Y, pues, amado Pangloss -le dijo Cándido- cuando se vio usted ahorcado, disecado, molido a palos y remando en galeras, ¿pensaba que todo iba perfectamente?

-Siempre me estoy en mis trece -respondió Pangloss-; que al fin soy filósofo, y un filósofo no se ha de desdecir, porque no se puede engañar Leibniz, aparte que la armonía preestablecida es la cosa más bella del mundo, no menos que el lleno y la materia sutil.


Capítulo XXIX
De cómo encontró Cándido a Cunegunda y a la vieja


Mientras se contaban sus aventuras Cándido, el barón, Pangloss, Martín y Cacambo; mientras discurrían acerca de los sucesos contingentes o no contingentes de este mundo, disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y el físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre los consuelos que puede recibir quien está en galeras en Turquía, llegaron a las playas de la Propóntida, junto a la morada del príncipe de Transilvania. Lo primero que se les presentó fue Cunegunda y la vieja, que estaban tendiendo al sol unas servilletas. Al ver esta escena, se puso amarillo el barón, y el tierno y enamorado Cándido, contemplando a Cunegunda ennegrecida, los ojos legañosos, enjutos los pechos, la cara arrugada y los brazos amoratados, retrocedió tres pasos y luego avanzó con buena crianza. Abrazó Cunegunda a Cándido y a su hermano, todos abrazaron a la vieja, y Cándido las rescató a ambas.

Había una granjita en las inmediaciones, y propuso la vieja a Cándido que la comprase, hasta que toda la compañía hallara mejor acomodo. Cunegunda, que no sabía que estaba fea, no habiéndoselo dicho nadie, recordó sus promesas a Cándido en tono tan resuelto, que no se atrevió el pobre a replicar. Declaró, pues, al barón, que se iba a casar con su hermana; pero éste dijo:

-Nunca consentiré yo semejante vileza de su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nunca me podrán echar en cara tal ignominia. ¿Conque los hijos de mi hermana no podrán entrar en los cabildos de Alemania? No, mi hermana no se ha de casar como no sea con un barón del imperio.

Cunegunda se postró a sus plantas y las bañó en llanto; pero fue en balde.

-¡Insensato y fatuo -le dijo Cándido- te he librado de galeras, he pagado tu rescate y el de tu hermana, que estaba fregando platos y que es fea; soy tan bueno que quiero que sea mi mujer, y todavía quieres tú estorbármelo! Si me dejara llevar de la ira te mataría por segunda vez.

-Otras ciento me puedes matar -respondió el barón- pero no te has de casar con mi hermana mientras yo viva.


Capítulo XXX
Conclusión


En el fondo de su corazón, no tenía Cándido ganas ningunas de casarse con Cunegunda; pero la mucha insolencia del barón lo determinó a acelerar las bodas, sin contar que Cunegunda insistía tanto, que no las podía dilatar más. Consultó, pues, a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pangloss compuso una erudita memoria probando que no tenía el barón derecho ninguno sobre su hermana, y que según todas las leyes del imperio podía Cunegunda casarse con Cándido dándole la mano izquierda; Martín fue de parecer de que tiraran al barón al mar, y Cacambo de que lo entregaran al arráez levantino, el cual lo volvería a poner a remar en la galera; luego lo enviarían al padre general por la primera embarcación que diese a la vela para Roma. Pareció bien esta idea; aprobó la vieja, y sin decir palabra a Cunegunda se puso en ejecución mediante algún dinero, teniendo así la satisfacción de engañar a un jesuita y escarmentar la vanidad de un barón alemán.

Cosa natural era pensar que después de tantas desgracias, Cándido, casado con su amada, viviendo en compañía del filósofo Pangloss, del filósofo Martín, del prudente Cacambo y de la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, disfrutaría la vida más feliz; pero tanto lo estafaron los judíos, que no le quedaron más bienes que su pobre granjita. Su mujer, que cada día era más fea, se hizo desapacible e inaguantable, y la vieja cayó enferma, y era más regañona todavía que Cunegunda. Cacambo, que cavaba el huerto y llevaba a vender las hortalizas a Constantinopla, estaba rendido de faena y maldecía su suerte. Pangloss se desesperaba porque no lucía su saber en alguna Universidad de Alemania; sólo Martín, firmemente convencido de que en todas partes el hombre se encuentra mal, llevaba las cosas con paciencia. Algunas veces disputaban Cándido, Martín y Pangloss sobre metafísica y moral. Por las ventanas de la granjita se veían pasar con mucha frecuencia barcos cargados de efendis, bajaes y cadíes que iban desterrados a Lemnos, Mitilene y Erzerum, y llegar otros bajaes y otros efendis, que ocupaban el lugar de los depuestos y que lo eran ellos luego; y se veían cabezas rellenas adecuadamente con paja que se llevaban de regalo a la Sublime Puerta. Estas escenas daban materia a nuevas disertaciones, y cuando no disputaban se aburrían tanto, que la vieja se aventuró a decirles un día:

-Quisiera yo saber qué es peor, ¿ser violada cien veces al día por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por baquetas entre los búlgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser disecado, remar en galeras, y finalmente padecer cuantas desventuras hemos pasado, o estar aquí sin hacer nada?

-Ardua es la cuestión -dijo Cándido.

Suscitó este razonamiento nuevas reflexiones, y coligió Martín que el destino del hombre era vivir en las convulsiones de la angustia o en el letargo del tedio; Cándido no se lo concedía, pero no afirmaba nada; Pangloss confesaba que toda su vida había sido una serie de horrorosos infortunios; pero como una vez había sustentado que todo estaba perfecto, seguía sustentándolo sin creerlo. Lo que acabó de cimentar los detestables principios de Martín, de hacer titubear más que nunca a Cándido y de poner en confusión a Pangloss, fue que un día vieron llegar a la granjita a Paquita y a fray Hilarión en la más horrenda miseria. En breve tiempo se habían comido los tres mil duros, se habían dejado, vuelto a juntar y vuelto a reñir, habían sido puestos en la cárcel, se habían escapado, y finalmente fray Hilarión se había hecho turco. Paquita seguía ejerciendo su oficio, pero ya no ganaba con él para comer.

-Bien había yo pronosticado -dijo Martín a Cándido- que en breve disiparían las dádivas de usted, y serían más miserables. Usted y Cacambo han rebosado en millones de pesos y no son más afortunados que fray Hilarión y Paquita.

-¡Ah -dijo Pangloss a Paquita- conque te ha traído el cielo con nosotros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me has costado la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Qué mudada estás! ¡Válgame Dios, lo que es este mundo!

Esta nueva aventura les dio margen a que filosofaran más que nunca.

En la vecindad vivía un derviche que gozaba la reputación del mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarle; habló Pangloss por los demás y le dijo:

-Maestro, venimos a rogarte que nos digas para qué fue creado un animal tan extraño como el hombre.

-¿Quién te mete en eso? -le dijo el derviche-; ¿te importa para algo?

-Pero, reverendo padre, horribles males hay en la tierra.

-¿Qué hace al caso que haya bienes o que haya males? Cuando envía Su Alteza un navío a Egipto ¿se informa de si se hallan bien o mal los ratones que van en él?

-Pues ¿qué se ha de hacer? -dijo Pangloss.

-Que te calles -respondió el derviche.

-Yo esperaba -dijo Pangloss- discurrir con vos acerca de las causas y los efectos del mejor de los mundos, del origen del mal, de la naturaleza del alma y de la armonía preestablecida.

En respuesta les dio el derviche con la puerta en las narices.

Mientras estaban en esta conversación, se esparció la voz de que acababan de ahorcar en Constantinopla a dos visires del banco y al muftí(10), y de empalar a varios de sus amigos, catástrofe que metió mucha bulla por espacio de algunas horas. Al volverse Pangloss, Cándido y Martín a la granjita encontraron a un buen anciano que estaba tomando el fresco a la puerta de su casa, bajo un emparrado de naranjos. Pangloss, que no era menos curioso que razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí que acababan de ahorcar.

-No lo sé -respondió el buen hombre- ni nunca he sabido el nombre de muftí ni de visir(11) alguno. Ignoro absolutamente la aventura de que me habláis; presumo, sí, que generalmente los que manejan los negocios públicos perecen a veces miserablemente, y que bien se lo merecen; pero jamás me informo de los sucesos de Constantinopla, contentándome con enviar a vender allá las frutas del huerto que labro.

Dicho esto, convidó a los extranjeros a entrar en su casa; y sus dos hijas y dos hijos les presentaron muchas especies de sorbetes que ellos mismos fabricaban, de kaimak, guarnecido de cáscaras de cidra confitadas, de naranjas, limones, limas, piñas, pistachos y café de Moka, que no estaba mezclado con los malos cafés de Batavia y las islas de América; y luego las dos hijas del buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, Pangloss y Martín.

-Sin duda que tenéis -dijo Cándido al turco- una vasta y magnífica posesión.

-Nada más que veinte fanegas de tierra -respondió el turco- que labro con mis hijos; y el trabajo nos libra de tres insufribles calamidades: el aburrimiento, el vicio y la necesidad.

Mientras se volvía Cándido a su granjita iba haciendo profundas reflexiones en las razones del turco, y le dijo a Pangloss y a Martín:

-Se me figura que se ha sabido este buen viejo labrar una suerte muy más feliz que la de los seis monarcas con quien tuvimos la honra de cenar en Venecia.

-Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas, según opinan todos los filósofos: Eglón, rey de los moabitas, fue asesinado por Ahod; Absalón colgado de los cabellos y atravesado con tres saetas; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, muerto por Baza; el rey Ela por Zambri; Ocosías por Jehú; Atalía por Joyada; y los reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías fueron esclavos. Sabido es de qué modo murieron Creso, Astiago, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Aníbal, Yugurta, Ariovisto, César, Pompeyo, Nerón, Otón, Vitelio, Domiciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Enrique VI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Francia, el emperador Enrique IV; y nadie ignora...

-Tampoco ignoro yo -dijo Cándido- que es menester cultivar nuestra huerta.

-Razón tienes -dijo Pangloss-; porque cuando fue colocado el hombre en el paraíso del Edén, fue para labrarlo, ut operaretur eum, lo cual prueba que no nació para el sosiego.

-Trabajemos, pues, sin argumentar -dijo Martín- que es el único medio de que sea la vida tolerable.

Toda la compañía aprobó tan loable determinación. Empezó cada uno a ejercitar su habilidad, y la granjita rindió mucho. Verdad es que Cunegunda era muy fea, pero hacía excelentes pasteles; Paquita bordaba y la vieja cuidaba de la ropa blanca. Hasta fray Hilarión sirvió, pues aprendió a la perfección el oficio de carpintero y paró en ser hombre de bien. Pangloss decía algunas veces a Cándido:

-Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles; porque si no te hubieran echado a patadas en el trasero de un magnífico castillo por el amor de Cunegunda, si no te hubieran metido en la Inquisición, si no hubieras andado a pie por las soledades de la América, si no hubieras pegado una buena estocada al barón y si no hubieras perdido todos tus carneros del buen país de El Dorado, no estarías aquí ahora comiendo confite de cidra y pistachos.

-Bien dice usted -respondió Cándido- pero tenemos que cultivar nuestra huerta.

FIN


Notas:

1. Cándido: Sencillo, ingenuo, sin malicia ni doblez.
2. Cuarteles: Líneas genealógicas.
3. Familiar: Agente de la Inquisición Española.
4. Auto de fe: Proclamación solemne de las sentencias dictadas por el tribunal de la Inquisición española, seguida de la abjuración de los errores o de la ejecución de la sentencia.
5. Sambenito: Especie de capote de lana amarilla, con la cruz de san Andrés y llamas de fuego, que utilizaban los inquisidores para vestir a los reos condenados por el tribunal de la Inquisición, incluso a los reconciliados.
6. Milano: Ave rapaz propia de las regiones cálidas o templadas, que alcanza 1,50 m de envergadura y tiene la cola larga y ahorquillada, y se alimenta de desperdicios y de pequeños animales.
7- Atrabiliario: Irascible, irritable, de genio desigual.
8. Teatino: Relativo a una congregación de clérigos regulares fundada en Roma en 1524; miembro de esta congregación.
9. Pococurante: Que se preocupa poco.
10. Muftí: En el islam, jurisconsulto que da una sentencia legal o fetua.
11. Visir: En los países islámicos, jefe supremo de la administración.



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Algunos Datos del Canal Encuentro

Filosofía aquí y ahora I (Primera Temporada) 2008





Datos del programa





Sinopsis





La televisión y la filosofía no forman una pareja habitual, pero el filósofo, escritor y guionista de cine José Pablo Feinmann enfrenta el desafío de abordar esta disciplina en profundidad y con un lenguaje accesible. La intención es doble; no sólo se propone revisar las preguntas fundamentales que formularon grandes filósofos, como Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, Marx o Sartre, sino también permitir que la reflexión filosófica aflore como una actitud ante el mundo que nos rodea.





Conducción



José Pablo Feinmann






Capítulos Transcriptos





Filosofía Aquí y Ahora I (Primera Temporada)







* Primer Capítulo



* Segundo Capítulo -Descartes-



* Tercer Capítulo -Descartes-



* Cuarto Capítulo -Kant-



* Quinto Capítulo -Kant, la experiencia posible y la experiencia imposible-



* Sexto Capítulo -Hegel, el sujeto absoluto y la consolidación de la burguesía europea-



* Séptimo Capítulo -Hegel, dialéctica del amo y el esclavo-

* Octavo Capítulo -Filosofía y praxis-



* Noveno Capítulo -La modernidad desbocada-



* Décimo Capítulo -El capital-



* Décimo Primer Capítulo -Nietzsche, vida y voluntad de poder-



* Décimo Segundo Capítulo -Nietzsche: "Dios ha muerto"-



* Décimo Tercer Capítulo -Derivaciones de Nietzsche-



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Filosofía Aquí y Ahora II (Segunda Temporada) 2009

Sinopsis:

La televisión y la filosofía no forman una pareja habitual, pero el filósofo, escritor y guionista de cine José Pablo Feinmann enfrenta el desafío de abordar esta disciplina en profundidad y con un lenguaje accesible. La intención es doble; no solo se propone revisar las preguntas fundamentales que formularon grandes filósofos, como Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, Marx o Sartre, sino también permitir que la reflexión filosófica aflore como una actitud ante el mundo que nos rodea.



Conducción: José Pablo Feinmann

Capítulos Transcriptos

* Lunes 06/04: Encuentro 1 - Heidegger, "ser y tiempo"

* Lunes 13/04: Encuentro 2 - El Dasein y sus posibles

* Lunes 20/04: Encuentro 3 - Auschwitz y la Filosofía

* Lunes 27/04: Encuentro 4 - El ser-para-la-muerte

* Lunes 04/05: Encuentro 5 - Heidegger y el nazismo

* Lunes 11/05: Encuentro 6 - Sartre, el hombre y las cosas

* Lunes 18/05: Encuentro 7 - Sartre: el ser en-sí y el ser para-sí

* Lunes 25/05: Encuentro 8 - La libertad como fundamento del ser

*Lunes 01/06: Encuentro 9 - La filosofía latinoamericana

*Lunes 08/06: Encuentro 10 - Alberdi: El fragmento preliminar

*Lunes 15/06: Encuentro 11 - Foucault

*Lunes 22/06: Encuentro 12 - Foucault (II)

*Lunes 29/06: Encuentro 13 - Los posmodernos



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Links Videos

Heidegger: Ser y Tiempo



http://www.encuentro.gov.ar/nota-2798-Video-Heidegger--Ser-y-tiempo.html

Adorno y Horkheimer: Auschwitz y la filosofía

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2797-Video-Adorno-y-Horkheimer--Auschwitz-y-la-filosofia.html

Heidegger: La muerte

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2799-Video-Heidegger-La-muerte.html

Sartre: Lo que elegimos ser

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2563-Video-Sartre--Lo-que-elegimos-ser.html

Sartre: Conciencia intencional

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2917-Video-Sartre--Conciencia-intencional.html

Sartre: Nuevo sujeto de la historia

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2918-Video-Sartre-Nuevo-sujeto-de-la-historia.html

Filosofía Latinoamericana

http://www.encuentro.gov.ar/nota-2923-Video-Filosofia-latinoamericana.html

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Filosofía, aquí y ahora III (2010)

Sinópsis:

En la tercera temporada de esta serie, José Pablo Feinmann desarrolla clases magistrales de Filosofía argentina en el marco del Bicentenario. Apoyado en gráfica e imágnes de archivo, despliega las ideas que fueron desarrolladas por grandes pensadores en estos doscientos años de configuración nacional.

Conducción: José Pablo Feinmann

El programa se emite por Canal Encuenro los Jueves a las 21.00 hs.

Capítulos:

*Jueves 01/04: El Iluminismo y la Revolución de Mayo

*Jueves 08/04: El Plan de Operaciones

*Jueves 15/04: Alberdi y la Revolución de Mayo

*Jueves 22/04: Cartas a Lavalle

*Jueves 29/04: Esteban Echeverría: El Matadero

*Jueves 6/05 : Sarmiento en Chile

Repeticiones:

Jueves: 05:00

Viernes: 17:00

Sábados: 00:00

Domingos: 19:00

Lunes: 10:00

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La vida según Galeano: Canal Encuentro 2008

Encuentro presenta un ciclo conducido por el escritor uruguayo Eduardo Galeano, recientemente distiguido como el primer Ciudadano Ilustre del Mercosur, donde nos acerca su personal mirada sobre Latinoamérica y el mundo.





El escritor compartirá con la audiencia ideas, relatos y varios de sus textos que recuperan historias y voces de los pueblos Latinoamericanos, ventanas hechas de palabras que nos permiten pensar pasado, presente y futuro de nuestro continente.

El consagrado escritor Eduardo Galeano nos acerca su particular manera de ver Latinoamérica y el mundo. Sus breves y contundentes relatos, van desde pequeños detalles hasta los grandes planteos que enfrenta la humanidad actualmente. El recorrido no tiene límites, la guía es la sinceridad y el asombro por los seres y las cosas.

Link La vida según Galeano - Ciclo Canal Encuentro-http://www.encuentro.gov.ar/Content.aspx?Id=2296



Link Videos de La Vida según Galeano

http://www.encuentro.gov.ar/Mediateca.aspx?Id=7

Los capítulos transcriptos son:



* Mujeres

* Niños

* Los primeros americanos

* Amares

* Los Nadies

* El Miedo manda









































































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